miércoles, 4 de marzo de 2009

CFK por CFK



Cuando dos personas se llaman igual se las considera “tocayos”, pero cuando sus siglas son iguales, ¿cómo se las denomina? Un descubrimiento azaroso nos deja hablando de uno y de otro sin saber bien qué del film sale y qué del afuera entra.

Son riesgosos esos momentos en donde volvemos a una referencia de la niñez para constatar que las dimensiones que hacían que todo pareciese gigante y monumental, ahora nos devuelven un sitio compactado y terrenal, o cuando volvemos a encontrarnos con algún viejo amigo perdido o la primera chica de la que nos enamoramos, para darnos cuenta cómo las elecciones pasadas pueden darnos sustos en el presente. Igualmente hay casos en donde la sensación resguardada en la memoria, en los sentidos, en algún lugar que todavía nos agita en el recuerdo, se confirma, se rubrica, nos hace sentir de nuevo chicos, jovencitos despertando a un mundo de promesas infinitas.
Una amiga joven de un amigo ya no tanto, comenta sin ninguna timidez, envalentonada por algún diálogo que le dio confianza, que ella no vio nada extraordinario en Citizen Kane. La respuesta se la dejé a mi amigo que consideré tendría más tacto para pasearla discursivamente un rato de los pelos por una serie de accidentes geográficos que le acomodasen un poco las ideas. De alguna manera ese comentario hizo que flotara hacia el momento donde vi la película por primera vez. Recordé que tendría más o menos la edad de ella, que la vi de noche, en la era del VHS, con una novia, en la casa que nos había prestado su tía que se había ido de vacaciones. Terminé de verla solo porque mi compañía me había despedido con sus ronquidos, y me había dejado con toda mi excitación nocturna generada por una película de 1941, en blanco y negro. Y sí, revelación, epifanía en la soledad de la noche es el recuerdo.
Luego de eso la volví a ver varias veces más, pero como hacía ya varios años que no la veía, el comentario de esa jovencita atrevida me instigó a actualizar mi sensación sobre el film. Saqué mi viejo VHS, esperando que no tuviese hongos y por suerte carreteó contento por los cabezales plateados de la olvidada videograbadora.

“K” era sólo una letra

Todo comienza con el cartel de No trespassing (no pasar), y un travelling vertical ascendente recorriendo el mismo alambrado del cartel, hasta llegar a una reja que en su parte superior tiene como remate imponente la insignia del apellido del personaje, la “K” de Kane. Ahí quedé, a medias entre el recuerdo, y el doble asombro, por la sencillez y severidad del comienzo del relato, y la actualización del símbolo del imperio de Kane en algo próximo e inevitable: la política argentina. Los indicios hicieron, a medida que el acercamiento –mediante reiterados planos encadenados que van acortando la distancia– a la única ventana con una luz encendida de la tenebrosa casa que puede verse alta en el fondo, que una especie de sensación de salto se me instalara en la nuca. Así, como si una idea estuviese esperando el redoble de tambores para largarse a esa porción de cerebro que nos entera que realmente tenemos una idea. Luego de que la cámara ingresara a la habitación y se encontrara con un tenue nevado, para pasar al plano de una boca que dice cansadamente la palabra enigma, y la bola de nieve de cristal rodara hasta romperse, como un estallido también se desató la asociación contenida: Charles Foster Kane –el nombre completo del personaje– es, en sus siglas, CFK, y ahora otra vez lo inmediato, la vuelta del sueño a la vigilia para remitir no a la generalidad K, sino a su especificidad femenina: la mismísima presidenta. Sí, la idea salta y me entera que ambos tienen las mismas iniciales. El magnate –recién muerto– de los medios de comunicación, de la película de Wells y la presidenta, que muy amiga de los medios no se siente.

Rosebud

Lo último que dice Kane es “Rosebud”, y es ésa la palabra que llevará al periodista Thompson a recorrer a cada uno de los cercanos a Kane para tratar de entender a qué se refirió éste antes de morir. CFK había fundado un pequeño diario de espíritu joven e intransigente y en un tiempo había construido una red monopólica de medios de comunicación que lo habían convertido en una persona poderosa. Hasta allí el personaje no muestra signos de perder el equilibrio. Hastiado de su matrimonio encuentra el amor en una joven cantante, en medio de su campaña a gobernador. Ese es el punto de inflexión del film. Cuando es descubierto en su falta, por su adversario político y es amenazado con ser denunciado –paradójicamente en los mismos medios que él controlaba–, decide no renunciar a su nuevo amor y sufrir las consecuencias. Pierde la elección, se divorcia y se casa con la cantante, se fractura el fino equilibrio mantenido hasta allí y él se vuelve soberbio e irreflexivo hasta quedarse solo. Parecería que CFK, que ha sabido jugar tan bien el juego del poder hasta ese momento, no negocia su convicción amorosa y tampoco logra volver de su derrota. Su última palabra no es necesariamente el recuerdo feliz de la niñez, sino el último suspiro de lo más profundo de su llama mística, su humildad perdida, su propia y pequeña gloria, la ilusión que lo ha impulsado toda su vida.
Cuando escuchamos a CFK en algunos de sus discursos post conflicto con el campo, post derrota en el congreso, parece todo el tiempo remitir a esa palabra, al “rosebud” de la militancia, el ideal inocente y cándido que la pierde con los ojos al frente y lacrimosos, imaginándose a sí misma con el equivalente del trineo del niño que jugara en la nieve, aventuremos: jeans Oxford, lloviendo, y ellos corriendo, huyendo de una plaza revuelta, dificultados por las pancartas, llegan a casa con su compañero y hablan acerca de cambiarlo todo, mientras toman té caliente.
CFK no encuentra como volver sobre sus pasos y se obstina en reafirmar que ha tenido razón, no se ha equivocado y ha sido consecuente en su sensación de hacer lo correcto. Su único error, se dice a sí mismo, fue hacer lo que correspondía y ahora solamente queda luchar para lograr el equilibrio en el camino elegido, pero su cantante no canta como él quisiera que cantase, ni como el público espera que lo hiciese en un teatro. Y la debacle es mayor y onda, un precipicio que había mirado hasta allí desde arriba, ahora lo encuentra sumergido en el fondo sin que ninguna luz le quede encendida para mostrarle una vía de escape y de regreso. Esa es la única luz que vemos cuando comienza el film, la que cuando nos acercamos a la ventana se apaga. Lo único que queda es la palabra mito, aferrar la bola y esperar que esta vez no se escape de la mano haciéndose añicos.

1 comentario:

Mariana dijo...

Estos son los momentos en que agradezco no tener tele. Gracias por la asociación (no tan ) libre. Me quedé con ganas de más.